Belleza y melancolía (Kristeva)

Julia Kristeva, Sol negro, depresión y melancolía, Monte Ávila Editores, Caracas, 1997, pp. 85-90.

IV. LA BELLEZA: EL OTRO MUNDO DEL DEPRESIVO.

EL MÁS ALLÁ REALIZADO AQUÍ ABAJO EN LA TIERRA
Nombrar el sufrimiento, exaltarlo, disecarlo en sus mínimos componentes es, sin duda, un medio de reabsorver el duelo, de complacerse en él a veces pero también de sobrepasarlo, de pasar a otro duelo menos tórrido, más y más indiferente… Sin embargo, las artes parecen indicar algunos procedimientos que eluden la complacencia y que, sin trastocar el duelo en manía, aseguran al artista y al conocedor un dominio sublimatorio de la Cosa perdida. Primero mediante la prosodia, ese lenguaje más allá del lenguaje que inserta en el signo el ritmo y las aliteraciones de los procesos semióticos. También mediante la polivalencia de signos y símbolos, que desestabiliza la nominación y, al acumular alrededor de un signo una pluralidad de connotaciones, le ofrece una oportunidad al sujeto de imaginar el sin sentido, o el verdadero sentido, de la Cosa. Finalmente mediante la economía psíquica del perdón: identificación del locutor con un ideal acogedor y benéfico, capaz de suprimir la culpabilidad de la venganza o la humillación de la herida narcisista que subyace en la desesperación del deprimido.
Lo bello ¿puede ser triste? ¿La belleza está ligada a lo perecedero y, por ende, al duelo? ¿O acaso el objeto bello es el que regresa incansablemente después de las destrucciones y las guerras para dar fe de que existe una supervivencia a la muerte, que la inmortalidad es posible?
Freud roza estos puntos en un breve texto, Lo perecedero (1915-1916 [Dos notas: Literalmente la traducción francesa del título citado es Destino efímero. Cf. S. Freud, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, t. II, pp. 2118-2120.]), inspirado en una discusión con dos amigos melancólicos, uno de ellos poeta, durante un paseo. Al pesimista que desvaloriza lo bello por tener un destino efímero, Freud replica «¡muy al contrario, acrecienta su valor!» no obstante, la tristeza que lo perecedero suscita en nosotros le parece impenetrable. Freud escribe: «Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema (…), no logramos explicarnos –ni podemos reducir ninguna hipótesis al respecto– por qué este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso».
Poco tiempo después, en Duelo y melancolía (1917) propone una explicación sobre la melancolía que, según el modelo del duelo, se debe a la introyección del objeto perdido, a la vez amado y odiado, que hemos evocado antes [cap. I]. pero aquí, en Lo perecedero, al relacionar los temas del duelo, lo efímero y lo bello, Freud sugiere que la sublimación podría ser el contrapeso de la pérdida a la cual la libido se apega tan enigmáticamente. ¿Enigma del duelo o enigma de lo bello? ¿Y qué parentesco existe entre los dos?
Invisible ciertamente antes de que el duelo del objeto de amor se realice, no obstante la belleza queda y, más aún, nos cautiva: «…nuestra elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad». Entonces ¿no es alcanzado algo por la universalidad de la muerte: la belleza?
¿Será lo bello el objeto ideal que no decepciona jamás a la libido? ¿O bien el objeto bello aparece como el reparador absoluto e indestructible del objeto abandonador, al situarse de entrada en un plano distinto de ese terreno libidinal tan enigmáticamente adhesivo y decepcionante, donde se despliega la ambigüedad del objeto «bueno» y del objeto «malo»? En el lugar de la muerte, y para no morir la muerte del otro, produzco –o al menos así lo creo– un artificio, un ideal, un «más allá» que mi psique produce para situarse fuera de sí: ex-tasis. Bello porque puede sustituir todos los valores psíquicos perecederos.
Sin embargo, desde entonces el analista se plantea una pregunta adicional: ¿mediante cuál proceso psíquico, cuál modificación de signos y materiales logra la belleza atravesar el drama que se juega entre pérdida y dominio sobre la pérdida-desvalorización-ejecución de la muerte de sí?
La dinámica de la sublimación, al movilizar los procesos primarios y la idealización, teje alrededor del vacío depresivo y con él, un hiper-signo. La alegoría como magnificencia de lo que ya no es, re-toma para mí una significación mayor porque soy capaz de rehacer la nada, mejor y en armonía inalterable, aquí y ahora y para la eternidad, para un tercero. El artificio que reemplaza lo efímero es la significación sublime en el sitio exacto del no-ser subyacente e implícito. La belleza es consustancial a lo perecedero. Como los adornos femeninos que ocultan las depresiones tenaces, la belleza se manifiesta con el rostro admirable de la pérdida, la metamorfosea para darle vida.
¿Un desmentido de la pérdida? Puede serlo: una belleza así es perecedera y se eclipsa en la muerte, incapaz de refrenar el suicidio del artista o bien borrándose de la memoria en el mismo instante de su emergencia. Pero no sólo eso.
Cuando hemos podido atravesar nuestras melancolías hasta el punto de interesarnos en la vida de los signos, la belleza puede también atraparnos para dar testimonio de alguien que encontró, magníficamente, la vía regia por la cual el hombre trasciende el dolor de estar separado: la vía de la palabra dada al sufrimiento –hasta el grito–, a la música, al silencio y a la risa. Lo magnífico es incluso el sueño imposible, el otro mundo del depresivo realizado aquí abajo ¿Lo magnífico es algo distinto de un juego fuera del espacio depresivo?
Únicamente la sublimación resiste la muerte. El objeto bello capaz de hechizarnos en su mundo nos parece más digno de adhesión que cualquier causa amada u odiada, de herida o de pesar. La depresión lo reconoce y acepta vivir en y para el objeto bello, pero esta adhesión a lo sublime ya no es libidinal. Se ha desprendido, se ha disociado, y ya ha integrado en ella los rastros de la muerte entendida como despreocupación, distracción, ligereza. La belleza es artificio, es imaginaria.

¿EL IMAGINARIO ES ALEGÓRICO?
Existe una economía específica del discurso imaginario tal como se produjo en la tradición occidental (heredera de la antigüedad griega y latina, del judaísmo y del cristianismo) en intimidad constitutiva con la depresión y a la vez desplazamiento necesario de la depresión hacia un sentido posible. Como un rasgo de unión tendido entre la Cosa y el Sentido, lo innombrable y la proliferación de signos, el afecto mudo y la idealidad que lo designa y lo sobrepasa, el imaginario no es ni la descripción objetiva que culmina en la ciencia ni el idealismo teológico que se conforma con llegar a la unicidad simbólica de un más allá. La experiencia de la melancolía decible abre el espacio de una subjetividad necesariamente heterogénea, cruelmente dividida entre los dos polos de la opacidad y el ideal, ambos presentes y necesarios. La opacidad de las cosas, como la del cuerpo deshabitado de significación –cuerpo deprimido pronto al suicidio–, se traslada al sentido de la obra que se afirma a la vez como absoluto y corrompido, insoportable, imposible, por rehacer. Una alquimia sutil de signos se impone entonces –musicalización de significantes, polifonía de lexemas, desarticulación de unidades lexicales, sintácticas, narrativas…– y es inmediatamente vivida como una metamorfosis psíquica del ser hablante entre los dos bordes del sin sentido y del snetido, de Satanás y de Dios, de la Caída y de la Resurrección.
Sin embargo, el sostén de esas dos temáticas límites logra una orquestación vertiginosa en la economía imaginaria. Aunque siéndole siempre necesarias, se eclipsan en los momentos de crisis de valores de la civilización y no le dejan otro lugar al despliegue de la melancolía que la capacidad del significante de cargarse de sentido en tanto se cosifica en la nada [cfr. Caps. V, VI y VIII. A propósito de la melancolía y el arte, cf. Marie-Claire Lambotte, Esthétique de la mélancolie, Aubier, Paris, 1984.]
Aunque intrínseco a las categorías dicotómicas de la metafísica occidental (naturaleza/cultura, cuerpo/espíritu, bajo/alto, espacio/tiempo, cantidad/calidad…), el universo imaginario en tanto tristeza significada pero también a la inversa, jubilación significante, nostálgica de un sin sentido fundamental y nutricio, es no obstante el propio universo de lo posible. Posibilidad del mal como perversión y de la muerte como sin sentido último. Más aún, y a causa de las significación mantenida de este eclipse, posibilidad infinita de resurrecciones, ambivalentes, polivalentes.
Según Walter Benjamin, la alegoría –utilizada con fuerza por el barroco y, en particular, por el Trauerspiel (literalmente: juego de duelo, juego con el duelo; con el uso: drama trágico del barroco alemán)– es la que mejor realiza la tensión melancólica. [Cf. W. Benjamin, Origen del drama barroco alemán: «La tristeza (Trauer) es la disposición del espíritu en la cual el sentimiento da una nueva vida, como una máscara al mundo abandonado a fin de gozar, al mirarlo, un placer misterioso. Todo sentimiento está ligado a un objeto a priori y su fenomenología es la presentación de este objeto». Se observará la relación establecida entre la fenomenología por una parte y el objeto vuelto a encontrar del sentimiento melancólico por la otra. Se trata del sentimiento melancólico susceptible de ser nombrado pero ¿qué decir de la pérdida del objeto y de la indiferencia hacia el significante en el melancólico? W. Benjamin no dice nada al respecto. «Igual a esos cuerpos que se retuercen en su caída, la intención alegórica, rebotando de símbolo en símbolo, se convertiría en presa del vértigo frente a su insondable profundidad, si precisamente el más extremo de los símbolos no lo obligase a realizar un restablecimiento tal que todo lo que tiene de obscuro, de afectado, de alejado de Dios sólo aparece como auto-ilusión. (…) El carácter efímero de las cosas ahí está menos significado, presentado alegóricamente, que ofrecido como en sí significante, alegoría. Como alegoría de la resurrección. (…) Esa es, precisamente, la esencia profunda de la meditación melancólica: sus objetos últimos con los que cree asegurarse lo más totalmente el mundo depravado, al tornarse en alegoría, colman y niegan la nada en la cual se presentan, así como al final la intención no se fija en la contemplación fiel de las osamentas sino que se vuelve, infiel, hacia la resurrección.»]
Al desplazarse entre el sentido renegado pero siempre presente de los restos de la Antigüedad por ejemplo (Venus o la «corona real») y el sentido propio que le confiere a todo el contexto espiritualista cristiano, la alegoría es una tensión de significaciones entre su depresión/depreciación y su exaltación significante (Venus se convierte en alegoría del amor cristiano). Confiere un placer significante al significante perdido, un júbilo que resucita hasta la piedra y el cadáver, al afirmarse como coextensiva a la experiencia subjetiva de una melancolía nombrada. El goce melancólico.
No obstante la alegórisis, la génesis de la alegoría –por su sino en Calderón, Shakespeare y hasta Goethe y Hölderlin, por su esencia antitética, por su poder de ambigüedad y por su inestabilidad del sentido que sitúa más allá de su objetivo de ofrecer un significado al silencio y a las cosas mudas (a los daïmons antiguos o naturales)– revela que la figura simple de la alegoría es quizás unas fijación regional, en el tiempo y en el espacio de una dinámica más amplia: la propia dinámica imaginaria. Fetiche provisional, la alegoría sólo explicita ciertos constituyentes históricos e ideológicos del imaginario barroco. Sin embargo, más allá de su anclaje concreto, esta figura retórica descubre lo que el imaginario occidental tiene de esencialmente tributario de la pérdida (el duelo) y de su trastocamiento en un entusiasmo amenazado, frágil, ensimismado. Que reaparezca como tal o bien que desaparezca del imaginario, la alegoría se inscribe en la lógica imaginaria misma, que su esquematismo didáctico tiene la ventaja de develar pesadamente. En efecto, recibimos la experiencia imaginaria, no como un simbolismo teológico o un compromiso laico, sino como un abrasamiento del sentido muerto por un excedente de sentido donde el sujeto hablante descubre primero el refugio de un ideal pero, sobre todo, la ocasión de volver a representarlo en la ilusión y la desilusión…
La capacidad imaginaria del hombre occidental, consumada en el cristianismo, es la capacidad de transferir sentido al propio lugar donde se perdió en la muerte y/o en el sin sentido. Supervivencia de la idealización: el imaginario es un milagro pero es, al mismo tiempo, su pulverización: una auto-ilusión, nada más que sueño y palabras, palabras, palabras… Afirma la omnipotencia de la subjetividad provisional: la que sabe decir hasta la muerte.

[Dando una vuelta al origen, el mundo ideal, de las ideas, sería esta construcción melancólica del imaginario, los objetos geométricos perfectos surgirían de este milagro del imaginario.]