Según Saturno, Roger Caillois


Los dibujos de las ágatas pocas veces son del todo heterogéneos y desordenados. Se agrupan bajo un número restringido de modelos que permitirían, en última instancia, clasificar las muestras: cada yacimiento tiene su estructura dominante. De tanto en tanto, los motivos se repiten de manera que hay pocas placas aberrantes, quiero decir que no recuerden algún decorado recurrente. Existen excepciones. Así la delgada placa que no cesa de asombrarme y donde las singularidades se encuentran acumuladas como sin motivo: una distribución insólita de figuras; su contorno, unas veces vaporoso y otras preciso; la variedad de colores (de su densidad más que de sus tintes respectivos); la ausencia de simetría o de un centro que haya imantado o gobernado las cintas, los meandros, haciéndolos aquí más flexibles y allí más angulosos. Además, los cables flotan en todos los sentidos como restos de aparejo o remolques de red descolgados. En otra parte, copos incoloros como racimos de huevos de batracio o perlas aceitosas, innumerables e insolubles, de una emulsión fallida. En una palabra, numerosas anomalías presentes a la vez. De esa piedra nace una impresión de extrañamiento, inesperada en el universo mineral, ajeno al hombre, en el que no se espera nada familiar.
Miro mejor, a fin de detallar el misterio. A primera vista, no distingo más que un tramo serrado en el diámetro del nódulo, dividido en mitades aproximativas, de tonos opuestos. La parte alta, de dominante clara: un cielo. Para la zona inferior, primero una banda espesa de un negro carbonoso, como la pendiente de un desmonte. Ésta se hunde en una extensión de agua estancada, crepuscular. Deja ver objetos confusos, a medias encenagados, una de sus charcas es como las que se encuentran frecuentemente en los desagües a la salida de las ciudades.
El cielo (ya que he dicho: un cielo) está ocupado por trozos sombríos, rastros de tormenta en proceso de dispersarse. Enmarcan un inmenso nubarrón ligero, esponjoso, como alveolado, a la deriva sobre taludes fuliginosos. Un sol de tinta acaba de salir de la montaña. Es más salpicado que radiante, plantado de aquenios paracaidistas como la vela del diente de león que una joven mujer continúa disipando en el aire desde hace más de cien años, en la primera página de los diccionarios más usados (1). Esta vez: un vuelo reticente de gotitas negras.
En el agua gris, entre los escombros esparcidos y las cuerdas colgantes, aparece un cubo engullido, azul acero sobre su cara de sombra, relumbrando sobre los otros, agresivo, rectilíneo, completo, imprevisible en el ágata, donde todo cristal acabado contradice la masa homogénea. Su soledad, su exilio en este agujero me llenó de golpe de una tristeza tenaz. El espectáculo no era su única causa. Una atmósfera de sueño, como una bruma se insinúa, se mezclaba ahí lentamente; algo a la vez cerebral y vivido, una reminiscencia que no conseguía identificar, de la que solamente algunos elementos se proponían, por lo demás en desorden, y de la que faltaba la clave que me habría permitido reunirlos y encontrar su significación. Por otra parte, esta tristeza repentina, irremediable, sin objeto.
Una tarde del otoño de 1514, durante su segundo viaje a Renania, el que disimula y del que sus biógrafos no hablan, Albert Dürer adquirió esta piedra o más bien una piedra casi idéntica (ya que los dibujos de las ágatas se transforman en el espesor de la transparencia con una rapidez sorprendente). Se la compró a un minero de Oberstein, que trabajaba en los yacimientos vecinos, a lo largo de la rivera del Idar. Explotados desde la antigüedad, abastecían a Roma de calcedonia y de cornalina para las tallas y los camafeos. Dürer no se había apresurado hasta estar en el Hunsrück durante su viaje de oficial (2). Se retrasaba en las ciudades: en Basel, en Colmar, en Estrasburgo. Pero había escuchado hablar de maravillosas piedras con imágenes que se encontraban ahí. La muerte de Martin Schongauer, de la que se enteró en Basel, antes de encontrarse con él, le pareció entonces una negativa del destino para su carrera. Desde entonces, pasaron veinte años. Había leído en Plinio y en los lapidarios descripciones deslumbradas por esas obras maestras naturales que, decían, volvían casi ridículo el arte de la pintura.
Por una singular coincidencia, el año precedente un amigo le había regalado una obra de la que le habló muy bien, el Liber de sapiente que Charles de Bouëlle acababa de publicar en París. Él lo había hojeado más por cortesía que por interés. Una frase enigmática, que la densidad del latín hacía aún más impresionante, lo había perturbado: La extrema acedia [como llamaban entonces a la tristeza propia de los clérigos] reduce al hombre a un último e insondable desalientoLo vuelve absolutamente idéntico a los minerales (3).
Dürer no podía abstenerse de mezclar vagamente las dos amenazas: se preguntaba si los dibujos de las piedras podían ser realmente superiores a los de sus obras y se alarmaba vagamente con la idea de que él mismo devendría una suerte de mineral, por poco que se dejara llevar por el desamparo de los contemplativos.
Casi llegó a dudar de su talento y reflexionaba sobre la legitimidad de la pintura. Fue en ese estado de espíritu que se decidió, para estar seguro, a emprender el viaje a Oberstein y que hizo que le mostraran las ágatas. Primero no le mostraron más que nódulos rugosos con dibujos pobres y torpes. Finalmente, un obrero le mostró la piedra que he descrito antes (una placa paralela que había sacado de la misma bola): la había pulido con amor y la conservaba desde hacía tiempo. No había consentido en deshacerse de ella. Dürer fue testarudo. Era la primera ágata de esas dimensiones y de un decorado tan complejo que tenía entre las manos. Su interlocutor le aseguraba que era una pieza de museo y que no vería otra igual en su vida. Se dejó tentar, quizás por lasitud, para no regresar con las manos vacías a Nuremberg. Ofreció una fuerte suma, más resignado que convencido: los dibujos estaban lejos de ofrecer la milagrosa precisión alabada por los antiguos, pero sin embargo procuraban a la ensoñación una pendiente suficiente. En efecto, no se trataba en ningún caso de Apolo con su lira, conduciendo el corazón de las musas, cada una con sus atributos, ni del famoso Sileno aparecido en la fractura fortuita de un mármol de Paros. Pero tenía que justificarse: las salvajes montañas de Hunsrück no era Grecia, morada de los dioses.
Dürer se llevó el ágata, aunque no la veía bien. Encima de los abetos el cielo estaba cubierto. La noche iba a caer. El pintor se apresuró hacia el albergue más próximo para examinar su compra con calma, aunque fuese a la luz de un cabo de vela. Era muy tarde para llegar a Maguncia o incluso Kreuznach. Se intaló en el Tonel de oro y pidió una jarra de vino ácido del lugar. Una gorda sirvienta se la llevó indolentemente. Llevaba una enagua muy amplia, con numerosos pliegues, que la hacía parecer aún más corpulenta. De su cinturón colgaban llaves y una bolsa.
Dürer no le prestó atención, pero en los ojos de un grabador todos los detalles subsisten. Contemplaba la placa translúcida, detrás de la cual temblaba la llama de la lámpara. Notó en seguida el astro negro que salía (o se ponía) con su gloria de asfalto o de hollín. En seguida fantaseó con un universo a la contra, o con un sol de azabache emanando tinieblas. Reflexionó sobre los efectos de iluminación que podría sacar de eso: los rostros, los personajes, los objetos pintados a contrasombra, como se dice a contraluz (4), y que en lugar de quedar en la sombra se encontrarían protegidos de ella. En efecto, no serían afectados más que del lado que hiciera frente a la fuente de la sombra. Sin duda el otro no sería iluminado, ya que no tendría fuente de luz. Sin embargo, cosas y seres estarían más visibles, más claros. Conservarían al menos algún brillo interior, antes que las tinieblas los apagaran por reverberación de la oscuridad.
En la parte inferior del ágata Dürer notó también el poliedro inoportuno. Había dibujado muchos para sus estudios de perspectiva o para descomponer las figuras en elevaciones simples y rectilíneas. Además, reverenciaba en la geometría a la ciencia suprema, en la que el filósofo y el artista debían inspirarse constantemente. La presencia del prisma fantasma aplastado en el espesor de la piedra, precisamente como por un juego de perspectiva, lo fascinaba y al mismo tiempo le parecía una advertencia misteriosa. Se emocionó con ello. Estaba cansado de grabar vidas de María, de pintar apóstoles, evangelistas, emperadores, hierbas y liebres. Se había dedicado en vano a los Apocalipsis y había probado (o probaría) representar de oídas un rinoceronte más acorazado que un condotiero en armadura de combate. Las naturalezas muertas le repelían. Venía a anticipar el veredicto del sombrío Pascal y a estimar, como él, que la pintura es vanidad que añade inútilmente apariencias al mundo y que atrae la admiración por el parecido imperfecto de cosas de las que nadie admira los originales.
El sol de pez y el sólido estrictamente poligonal lo habían encantado. Ahora lo consternaban. Él también fue embargado por una morosidad infinita, sin objeto, metafísica. Fue presa del ¿para qué? universal. El sentimiento de la vanidad de la ciencia, del arte, del placer, le daba nauseas. De repente se sintió culpable del octavo pecado capital, la “tristeza culpable”, que hace que uno pierda todo interés por la Creación o por lo que le pueda suceder al universo y a sí mismo, esta acedia que la frase de Bouëlle le había enseñado hasta su grado extremo, volvía al hombre idéntico a las piedras. He aquí que la contemplación de una piedra se instaló en él.
La sala estaba desierta aparte de la sirvienta y un perro enroscado a sus pies. La maritornes estaba arrellanada sobre un escabel, el codo sobre la rodilla, la sien apoyada sobre la palma. Vacía, sin pensamiento, imagen ella también de la postración y de la indiferencia desolada. Por sarcasmo, Dürer la imaginó con grandes alas de ángel. Había representado aún más ángeles que poliedros: revoloteaban en el empíreo, soplaban trompetas triunfales, escoltaban a la Virgen y a los elegidos. Quiso añadir a las legiones celestes una recluta irrisoria bajo los rasgos de una fregona plácida y tonta, dormitando sobre un taburete de albergue.
La dibujó en el pensamiento, rodeada de la penumbra fabulosa de la que el sol negro de la piedra le había dado idea. Estaba boba, sin expresión. Fue más tarde que Dürer decidió que de ella brotaría el aburrimiento y la dotó de una mirada penetrante y rencorosa.
Aceptó al perro acurrucado y un cepillo olvidado en un vano que le procuró el símbolo del inútil trabajo manual. Buscó lo que podría añadir a una panoplia desalentadora. Pondría un poco al azar, ahí donde quedara espacio, el reloj de arena que mide el tiempo irreparable y que anuncia la muerte, la campana que llama a las vanas ocupaciones y a las huecas ceremonias, un compás y balanzas, que dan la ilusión de la precisión y la justicia, una esfera y su estéril perfección, una escalera que no lleva a ninguna parte, un cuadrado mágico constituido de los dieciséis primeros números ingeniosamente distribuidos para dar en todos los sentidos el mismo total absolutamente insignificante de 34; en medio, un bebé bobalicón, risueño, absorbido en su tarea de dibujante neófito sin sospechar el atestado vacío que lo rodea y que su celo no podría sobrecargar más. Por último, enorme, equilibrando él solo al aprendiz alegre y al ángel abrumado, el aerolito como un brutal testimonio de ultratumba, indescifrable y angular, no oponiendo su límite a toda blasfemia sino, lo que es peor, a toda esperanza, errando hacia el futuro.
En cuanto regresó a Nuremberg, Dürer ejecutó la plancha, tal como la había imaginado. Los artistas más convencidos de la vanidad del arte suelen conducirse como si sus obras fueran la excepción. No es fatuidad de su parte, sino más bien rutina. Continúan, por instinto, invirtiendo pasión y paciencia, lo mejor de ellos mismos, en un trabajo en el que no creen más que a medias. Sin duda es que no sabrían realizar nada más y sobre todo que el resto los contentaría aún menos.
Dürer, desengañado, puso más cuidado en grabar su desorden de la desolación inevitable que el que había gastado, desde hace tiempo, entusiasta, en pintar o dibujar composiciones edificantes. Seguramente subsistía en él alguna añoranza de su antiguo ardor. Puede ser que por esa razón haya añadido un nene alado, ingenuo y ávido, al ángel triste y visionario que ha perdido hasta el gusto de acabar lo que ha comenzado. Dürer termina el aguafuerte, ahora llena a rebosar de símbolos diversos. Había llegado el momento de elegirle un título capaz de aclarar su intención. Sobre el campo de tinieblas irradiadas por el siniestro sol, añadió un murciélago, que el astro parecería enviar como mensajero, como Noé a su paloma. A través de la tela del pájaro y sostenido por los ganchos de sus alas, con las que casi se confunde, desplegó una banderola en jirones, llevando la inscripción Melencolia I.
Sin embargo, no grabó las otras tres planchas de la serie de los temperamentos que se ha dicho que esta debía inaugurar. Fue como si el rostro abrumado de una sirvienta sucia expresara solo la totalidad de una lúcida y lúgubre Anunciación. Extravió o rompió la piedra que le había proporcionado la consecuencia funesta y el cristal refractario. Había modificado uno y otro hasta el punto de volverlos irreconocibles. El astro gelatinoso, reducido a un punto incandescente, más allá de la luz y de la oscuridad, ahora estallaba encima de un mar apacible. Este mar colmaba el cielo de una multitud de haces sombríos que diluían la claridad. En cuanto al poliedro, del cual la complejidad había crecido con el tamaño, en adelante expondría dos vastos pentágonos irregulares dejando adivinar un tercero.
La Melencolia, cargada de emblemas, ya no tenía nada en común con la muestra maléfica adquirida en Oberstein. Nada, si no la conjunción, en la transparencia de un ágata, de dos simulacros imprevisibles. Pero daba un sentido, realizaba de alguna manera el encuentro extravagante de una luminaria bituminosa y de un modelo casi platónico. Ayudado por la suerte, la paciencia y el pensamiento, el cobre de Dürer, después de mil encajes aleatorios de cruces, de peripecias, de relevos, prolongaba, exaltaba en el universo humano, en el otro extremo del mundo, un encuentro vacío de emblemas latentes, que nada había destinado a expresar alguna cosa.
Existe un parentesco secreto entre las vías ciegas de la materia inerte y las de la libertad y la imaginación. Unas y otras utilizan marchas análogas aunque sin cesar más delicadas, pronto sofisticadas infinitamente.
Las obras de arte son producidas por organismos sutiles y sensibles, que son, ellos también, parte de la naturaleza. Ellas se parecen a tantas burbujas frágiles, correspondiéndose con un nuevo reinado de las impresiones ambiguas y a las efigies fingidas, a toda imagen desierta e incurable por la que el universo, desde el principio, fue encantado. Comparadas a las edades de la geología, esos espejismos no conocen más que una existencia brillante y breve. Mientras son degradas las proezas de la inspiración y del genio, los dibujos minerales encuentran su monopolio silencioso.
Dürer había desestimado la verdad de la intuición que de repente había entenebrecido su alma en la sala del albergue y que estuvo en el origen de esas otras tinieblas, inexplicables aquellas, de las que su Melencolia enseñaba a percibir el frío. De hecho, la especie humana desapareció del planeta aún más rápido de lo que allí se había instalado. Ningún milagro (por otra parte, ¿destinado a quién?) salvó los gabinetes de estampas, la historia del arte, el nombre de Albrecht Dürer. Liebres o rinocerontes, reales o representados, sufrieron la suerte común. La vegetación (las gramíneas) fue eliminada en su momento por un asteroide sin clorofila. Como al comienzo, no existió más que un desierto de piedras inmortales: entre ellas, supongo, un nódulo de ágata llevando en su transparencia espesa, como los muebles de un vano blasón, un sol invertido y un poliedro extraviado.
(En Images du labyrinthe, 161 – 173. Paris, Gallimard, 2008.)
Traducción de Juan Soros
Publicado originalmente  el 8 / 2 / 2012 en la sección de "crónicas" de la desaparecida DVD ediciones (http://www.dvdediciones.com/cronicas_segunsaturno.html)
1. Se refiere a la tradicional viñeta de los diccionarios Larousse. N. del T.
2. Compagnon en francés, es el nombre de la situación intermedia de los artesanos entre el nivel de aprendiz y maestro. N. del T.
3. Estrema acedia hominem in imum ultimumque gradum extrudit factique mineralibus persimilem. CAROLUS BOVILIUS, Liber de sapiente, Paris, 1510.
4. El neologismo francés, contre-nuit, es el opuesto de contre-jour, contraluz, por lo que proponemos este neologismo en español. N. del T.

Nigredo, Anselm Kiefer


Nigredo
1984
Anselm Kiefer, German, born 1945
Oil, acrylic, emulsion, shellac, and straw on photograph and woodcut, mounted on canvas 10 feet 10 inches x 18 feet 2 1/2 inches (330.2 x 555 cm)
© Anselm Kiefer, courtesy Gagosian Gallery
Currently not on view 1985-5-1
Gift of the Friends of the Philadelphia Museum of Art in celebration of their twentieth anniversary, 1985

Huge expansive landscapes are a central motif in the art of Anselm Kiefer, born in Germany in 1945, the year World War II ended. Kiefer's landscapes bear witness to centuries of conflict and devastation on German soil. The word nigredo, written in the upper-left corner, refers to alchemy, the medieval "science" that sought to transform earth into gold through a process of burning. Nigredo, the first stage of transformation, is characterized by blackening, followed by the emergence of a glowing light.
Philadelphia Museum of Art: Handbook of the Collections

Excavar y recordar, Walter Benjamin

"Excavar y recordar" en Imágenes que piensan, Obras, libro IV, vol. 1, Walter Benjamin, Abada, Madrid, 2010. Página 350.

La lengua nos indica de manera inequívoca que la memoria no es un instrumento para conocer el pasado, sino sólo su medio. La memoria es el medio de lo vivido, al igual que la tierra viene a ser el medio en que las viejas ciudades están sepultadas. Y quien quiera cercarse a lo que es su pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava. Y, sobre todo, no ha de tener reparo en volver una y otra vez al mismo asunto, en irlo revolviendo y esparciendo tal como se revuelve y esparce la tierra. Los «contenidos» no son sino esas capas que sólo después de una investigación cuidadosa entregan todo aquello por lo que vale la pena excavar: imágenes que, separadas de su conocimiento posterior, como quebrados torsos en la galería del coleccionista. Sin duda vale muchísimo la pena ir siguiendo un plan al excavar. Pero igualmente es imprescindible dar la palada a tientas hacia el oscuro reino de la Tierra, de modo que se pierde lo mejor aquel que sólo hace el inventario fiel de los hallazgos y no puede indicar en el suelo actual los lugares en donde se guarda lo antiguo. Por ello los recuerdos más veraces no tienen por qué ser informativos, sino que nos tienen que indicar el lugar en el cual los adquirió el investigador. Por tanto, stricto sensu, de manera épica y rapsódica, el recuerdo real debe suministrar al mismo tiempo una imagen de ese que recuerda, como un buen informe arqueológico no indica tan sólo aquellas capas de las que proceden los objetos hallados, sino, sobre todo, aquellas capas que antes fue preciso atravesar.

La memoria del fuego según J. Á. Valente

La memoria del fuego: El libro quemado

“La memoria del fuego” de José Ángel Valente en Variaciones sobre el pájaro y la red precedido de La piedra y el centro, Tusquets, Barcelona, 2000. Página 257.

La memoria del fuego
Forma de las formas, la llama: Rabbí Nahman de Braslaw, gran maestro de la tradición hassídica, decidió quemar uno de sus libros, que acaso adquirió más intensa forma de existencia bajo el nombre de El libro quemado.
No es sólo que el «libro quemado» simbolice o represente toda una tradición donde la autoridad del texto –como justamente muestra Marc-Alain Ouaknin– no debe ni puede generar un discurso impositivo o totalitario. Más aún, en el orden de simbolizaciones de esa misma tradición quemar el libro es restituirlo a una superior naturaleza. Naturaleza ígnea de la palabra: llama. La llama es la forma en que se manifiesta la palabra que visita al justo en la plenitud de la oración, según una imagen frecuente en la tradición de los hassidim. Y, por supuesto, la Torah celeste está escrita en letras de fuego.

La relación del libro y el fuego («el pacto con el libro sólo sería, en definitiva, pacto firmado con el fuego») sustancia la última sección de Le livre du partage, donde tal vez se encuentren algunos de los más bellos fragmentos que Jabès haya escrito. «Pages brulées» es el nombre que llevan esas páginas. Una vez más, con ellas, nos había acercado Jabès a los fondos más íntimos y secretos de la tradición que le es propia. «¿Cómo leer una página ya quemada en un libro que arde –escribe– sino recurriendo a la memoria del fuego?»
Palabra que renace de sus propias cenizas para volver a arder. Incesante memoria, residuo o resto cantable: «Singbarer Rest», en expresión de Paul Celan. Pues, en definitiva, todo libro debe arder, quedar quemado, dejar sólo un residuo de fuego.

Nigredo y Melancolía: La nigredo según Eliade

Herreros y alquimistas, Mircea Eliade, Alianza, Madrid, 2001.
“[…] Ya las culturas más arcaicas imaginan al especialista de lo sagrado –el chamán, el hombre-medicina, el mago- como a un «señor del fuego».” 73-74

Dejamos de lado la relación entre forjadores de hierro y forjadores de canciones, pero sí destacamos “un argumento mítico-ritual, en el que el fuego ocupaba el papel de prueba de iniciación y, a la vez, de agente de purificación y transmutación.” dado al fuego en el folklore en general. 99

“El argumento «dramático» de los «sufrimientos», la «muerte» y la «resurrección» de la materia, está atestiguado desde el comienzo de la literatura alquímica greco-egipcia. La transmutación, la opus magnum, que conducía a la Piedra filosofal, se obtiene haciendo pasar la materia por cuatro grados o fases denominadas según los colores que toman los ingredientes, melanesis (negro), leukosis (blanco), xanthosis (amarillo) e iosis (rojo). El negro (la «nigredo» de los autores medievales) simboliza la «muerte» […]. […] Es el drama místico del Dios –su pasión, su muerte, su resurrección- lo que se proyecta sobre la materia para transmutarla. En definitiva, el alquimista trata a la Materia como el Dios era tratado en los Misterios, las sustancias minerales «sufren», «mueren», «renacen» a un nuevo modo de ser; es decir, son transmutadas." 134

"La «muerte» corresponde generalmente –en el nivel operatorio- al color negro que tomaban los ingredientes, a la nigredo. Y la reducción de las sustancias a la materia prima, a la masa confusa, la masa fluida, informe, que corresponde –en el nivel cosmológico- a la situación primordial, al caos. La muerte representa la regresión a lo amorfo, la reintegración del Caos." 138

"Hay que resaltar la importancia que los alquimistas concedían a las experiencias «terribles»
y «siniestras» de la «negrura» de la muerte espiritual, del descenso a los Infiernos: aparte de que son continuamente mencionadas en los textos, se las descifra en el arte e iconografía de inspiración alquímica, en las que esta clase de experiencias se traduce por el simbolismo saturnino, por la melancolía, la contemplación de cráneos, etc. La figura de Cronos-Saturno simboliza al gran destructor que es el Tiempo y, por consiguiente, tanto la muerte (=putrefactio) como renacimiento." 145

Belleza y melancolía (Kristeva)

Julia Kristeva, Sol negro, depresión y melancolía, Monte Ávila Editores, Caracas, 1997, pp. 85-90.

IV. LA BELLEZA: EL OTRO MUNDO DEL DEPRESIVO.

EL MÁS ALLÁ REALIZADO AQUÍ ABAJO EN LA TIERRA
Nombrar el sufrimiento, exaltarlo, disecarlo en sus mínimos componentes es, sin duda, un medio de reabsorver el duelo, de complacerse en él a veces pero también de sobrepasarlo, de pasar a otro duelo menos tórrido, más y más indiferente… Sin embargo, las artes parecen indicar algunos procedimientos que eluden la complacencia y que, sin trastocar el duelo en manía, aseguran al artista y al conocedor un dominio sublimatorio de la Cosa perdida. Primero mediante la prosodia, ese lenguaje más allá del lenguaje que inserta en el signo el ritmo y las aliteraciones de los procesos semióticos. También mediante la polivalencia de signos y símbolos, que desestabiliza la nominación y, al acumular alrededor de un signo una pluralidad de connotaciones, le ofrece una oportunidad al sujeto de imaginar el sin sentido, o el verdadero sentido, de la Cosa. Finalmente mediante la economía psíquica del perdón: identificación del locutor con un ideal acogedor y benéfico, capaz de suprimir la culpabilidad de la venganza o la humillación de la herida narcisista que subyace en la desesperación del deprimido.
Lo bello ¿puede ser triste? ¿La belleza está ligada a lo perecedero y, por ende, al duelo? ¿O acaso el objeto bello es el que regresa incansablemente después de las destrucciones y las guerras para dar fe de que existe una supervivencia a la muerte, que la inmortalidad es posible?
Freud roza estos puntos en un breve texto, Lo perecedero (1915-1916 [Dos notas: Literalmente la traducción francesa del título citado es Destino efímero. Cf. S. Freud, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1981, t. II, pp. 2118-2120.]), inspirado en una discusión con dos amigos melancólicos, uno de ellos poeta, durante un paseo. Al pesimista que desvaloriza lo bello por tener un destino efímero, Freud replica «¡muy al contrario, acrecienta su valor!» no obstante, la tristeza que lo perecedero suscita en nosotros le parece impenetrable. Freud escribe: «Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema (…), no logramos explicarnos –ni podemos reducir ninguna hipótesis al respecto– por qué este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso».
Poco tiempo después, en Duelo y melancolía (1917) propone una explicación sobre la melancolía que, según el modelo del duelo, se debe a la introyección del objeto perdido, a la vez amado y odiado, que hemos evocado antes [cap. I]. pero aquí, en Lo perecedero, al relacionar los temas del duelo, lo efímero y lo bello, Freud sugiere que la sublimación podría ser el contrapeso de la pérdida a la cual la libido se apega tan enigmáticamente. ¿Enigma del duelo o enigma de lo bello? ¿Y qué parentesco existe entre los dos?
Invisible ciertamente antes de que el duelo del objeto de amor se realice, no obstante la belleza queda y, más aún, nos cautiva: «…nuestra elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad». Entonces ¿no es alcanzado algo por la universalidad de la muerte: la belleza?
¿Será lo bello el objeto ideal que no decepciona jamás a la libido? ¿O bien el objeto bello aparece como el reparador absoluto e indestructible del objeto abandonador, al situarse de entrada en un plano distinto de ese terreno libidinal tan enigmáticamente adhesivo y decepcionante, donde se despliega la ambigüedad del objeto «bueno» y del objeto «malo»? En el lugar de la muerte, y para no morir la muerte del otro, produzco –o al menos así lo creo– un artificio, un ideal, un «más allá» que mi psique produce para situarse fuera de sí: ex-tasis. Bello porque puede sustituir todos los valores psíquicos perecederos.
Sin embargo, desde entonces el analista se plantea una pregunta adicional: ¿mediante cuál proceso psíquico, cuál modificación de signos y materiales logra la belleza atravesar el drama que se juega entre pérdida y dominio sobre la pérdida-desvalorización-ejecución de la muerte de sí?
La dinámica de la sublimación, al movilizar los procesos primarios y la idealización, teje alrededor del vacío depresivo y con él, un hiper-signo. La alegoría como magnificencia de lo que ya no es, re-toma para mí una significación mayor porque soy capaz de rehacer la nada, mejor y en armonía inalterable, aquí y ahora y para la eternidad, para un tercero. El artificio que reemplaza lo efímero es la significación sublime en el sitio exacto del no-ser subyacente e implícito. La belleza es consustancial a lo perecedero. Como los adornos femeninos que ocultan las depresiones tenaces, la belleza se manifiesta con el rostro admirable de la pérdida, la metamorfosea para darle vida.
¿Un desmentido de la pérdida? Puede serlo: una belleza así es perecedera y se eclipsa en la muerte, incapaz de refrenar el suicidio del artista o bien borrándose de la memoria en el mismo instante de su emergencia. Pero no sólo eso.
Cuando hemos podido atravesar nuestras melancolías hasta el punto de interesarnos en la vida de los signos, la belleza puede también atraparnos para dar testimonio de alguien que encontró, magníficamente, la vía regia por la cual el hombre trasciende el dolor de estar separado: la vía de la palabra dada al sufrimiento –hasta el grito–, a la música, al silencio y a la risa. Lo magnífico es incluso el sueño imposible, el otro mundo del depresivo realizado aquí abajo ¿Lo magnífico es algo distinto de un juego fuera del espacio depresivo?
Únicamente la sublimación resiste la muerte. El objeto bello capaz de hechizarnos en su mundo nos parece más digno de adhesión que cualquier causa amada u odiada, de herida o de pesar. La depresión lo reconoce y acepta vivir en y para el objeto bello, pero esta adhesión a lo sublime ya no es libidinal. Se ha desprendido, se ha disociado, y ya ha integrado en ella los rastros de la muerte entendida como despreocupación, distracción, ligereza. La belleza es artificio, es imaginaria.

¿EL IMAGINARIO ES ALEGÓRICO?
Existe una economía específica del discurso imaginario tal como se produjo en la tradición occidental (heredera de la antigüedad griega y latina, del judaísmo y del cristianismo) en intimidad constitutiva con la depresión y a la vez desplazamiento necesario de la depresión hacia un sentido posible. Como un rasgo de unión tendido entre la Cosa y el Sentido, lo innombrable y la proliferación de signos, el afecto mudo y la idealidad que lo designa y lo sobrepasa, el imaginario no es ni la descripción objetiva que culmina en la ciencia ni el idealismo teológico que se conforma con llegar a la unicidad simbólica de un más allá. La experiencia de la melancolía decible abre el espacio de una subjetividad necesariamente heterogénea, cruelmente dividida entre los dos polos de la opacidad y el ideal, ambos presentes y necesarios. La opacidad de las cosas, como la del cuerpo deshabitado de significación –cuerpo deprimido pronto al suicidio–, se traslada al sentido de la obra que se afirma a la vez como absoluto y corrompido, insoportable, imposible, por rehacer. Una alquimia sutil de signos se impone entonces –musicalización de significantes, polifonía de lexemas, desarticulación de unidades lexicales, sintácticas, narrativas…– y es inmediatamente vivida como una metamorfosis psíquica del ser hablante entre los dos bordes del sin sentido y del snetido, de Satanás y de Dios, de la Caída y de la Resurrección.
Sin embargo, el sostén de esas dos temáticas límites logra una orquestación vertiginosa en la economía imaginaria. Aunque siéndole siempre necesarias, se eclipsan en los momentos de crisis de valores de la civilización y no le dejan otro lugar al despliegue de la melancolía que la capacidad del significante de cargarse de sentido en tanto se cosifica en la nada [cfr. Caps. V, VI y VIII. A propósito de la melancolía y el arte, cf. Marie-Claire Lambotte, Esthétique de la mélancolie, Aubier, Paris, 1984.]
Aunque intrínseco a las categorías dicotómicas de la metafísica occidental (naturaleza/cultura, cuerpo/espíritu, bajo/alto, espacio/tiempo, cantidad/calidad…), el universo imaginario en tanto tristeza significada pero también a la inversa, jubilación significante, nostálgica de un sin sentido fundamental y nutricio, es no obstante el propio universo de lo posible. Posibilidad del mal como perversión y de la muerte como sin sentido último. Más aún, y a causa de las significación mantenida de este eclipse, posibilidad infinita de resurrecciones, ambivalentes, polivalentes.
Según Walter Benjamin, la alegoría –utilizada con fuerza por el barroco y, en particular, por el Trauerspiel (literalmente: juego de duelo, juego con el duelo; con el uso: drama trágico del barroco alemán)– es la que mejor realiza la tensión melancólica. [Cf. W. Benjamin, Origen del drama barroco alemán: «La tristeza (Trauer) es la disposición del espíritu en la cual el sentimiento da una nueva vida, como una máscara al mundo abandonado a fin de gozar, al mirarlo, un placer misterioso. Todo sentimiento está ligado a un objeto a priori y su fenomenología es la presentación de este objeto». Se observará la relación establecida entre la fenomenología por una parte y el objeto vuelto a encontrar del sentimiento melancólico por la otra. Se trata del sentimiento melancólico susceptible de ser nombrado pero ¿qué decir de la pérdida del objeto y de la indiferencia hacia el significante en el melancólico? W. Benjamin no dice nada al respecto. «Igual a esos cuerpos que se retuercen en su caída, la intención alegórica, rebotando de símbolo en símbolo, se convertiría en presa del vértigo frente a su insondable profundidad, si precisamente el más extremo de los símbolos no lo obligase a realizar un restablecimiento tal que todo lo que tiene de obscuro, de afectado, de alejado de Dios sólo aparece como auto-ilusión. (…) El carácter efímero de las cosas ahí está menos significado, presentado alegóricamente, que ofrecido como en sí significante, alegoría. Como alegoría de la resurrección. (…) Esa es, precisamente, la esencia profunda de la meditación melancólica: sus objetos últimos con los que cree asegurarse lo más totalmente el mundo depravado, al tornarse en alegoría, colman y niegan la nada en la cual se presentan, así como al final la intención no se fija en la contemplación fiel de las osamentas sino que se vuelve, infiel, hacia la resurrección.»]
Al desplazarse entre el sentido renegado pero siempre presente de los restos de la Antigüedad por ejemplo (Venus o la «corona real») y el sentido propio que le confiere a todo el contexto espiritualista cristiano, la alegoría es una tensión de significaciones entre su depresión/depreciación y su exaltación significante (Venus se convierte en alegoría del amor cristiano). Confiere un placer significante al significante perdido, un júbilo que resucita hasta la piedra y el cadáver, al afirmarse como coextensiva a la experiencia subjetiva de una melancolía nombrada. El goce melancólico.
No obstante la alegórisis, la génesis de la alegoría –por su sino en Calderón, Shakespeare y hasta Goethe y Hölderlin, por su esencia antitética, por su poder de ambigüedad y por su inestabilidad del sentido que sitúa más allá de su objetivo de ofrecer un significado al silencio y a las cosas mudas (a los daïmons antiguos o naturales)– revela que la figura simple de la alegoría es quizás unas fijación regional, en el tiempo y en el espacio de una dinámica más amplia: la propia dinámica imaginaria. Fetiche provisional, la alegoría sólo explicita ciertos constituyentes históricos e ideológicos del imaginario barroco. Sin embargo, más allá de su anclaje concreto, esta figura retórica descubre lo que el imaginario occidental tiene de esencialmente tributario de la pérdida (el duelo) y de su trastocamiento en un entusiasmo amenazado, frágil, ensimismado. Que reaparezca como tal o bien que desaparezca del imaginario, la alegoría se inscribe en la lógica imaginaria misma, que su esquematismo didáctico tiene la ventaja de develar pesadamente. En efecto, recibimos la experiencia imaginaria, no como un simbolismo teológico o un compromiso laico, sino como un abrasamiento del sentido muerto por un excedente de sentido donde el sujeto hablante descubre primero el refugio de un ideal pero, sobre todo, la ocasión de volver a representarlo en la ilusión y la desilusión…
La capacidad imaginaria del hombre occidental, consumada en el cristianismo, es la capacidad de transferir sentido al propio lugar donde se perdió en la muerte y/o en el sin sentido. Supervivencia de la idealización: el imaginario es un milagro pero es, al mismo tiempo, su pulverización: una auto-ilusión, nada más que sueño y palabras, palabras, palabras… Afirma la omnipotencia de la subjetividad provisional: la que sabe decir hasta la muerte.

[Dando una vuelta al origen, el mundo ideal, de las ideas, sería esta construcción melancólica del imaginario, los objetos geométricos perfectos surgirían de este milagro del imaginario.]

Melancolía y cuerpo (LATUS)



El lugar anatómico de la melancolía es el bazo. Se ubica en el costado opuesto al de la "herida del costado" del Cristo crucificado.

Existe una iconografía de la señalización del bazo, incluso cuando parece referirse a una de las "siete llagas" como en el caso del óleo de Zurbarán, el Beato Enrique Susón (1636), donde se está autolesionando con un estilete (grabando en su piel el anagrama IHS):


Dando un gran salto en el tiempo, una fotografía de la acción Der helle Wahnsinn [La clara locura - 1968] de Günter Brus también lo muestra autolesionando la región del bazo.


Sin embargo, otra vez, seguramente es una imagen de Dürer la más compleja y sugerente.



Dibujo de Albrecht Dürer [1512]. Texto: Do wo der gelb fleck is und mit dem finger drawff dewt do is mir we [Aquí es donde está la mancha amarilla, y estoy apuntando a ella con mi dedo. Ahí es donde duele]. Apunta al bazo.



Esta iconografía fue el origen de una acción que se realizó por primera vez en 1999.




L A T U S

(do is mir we)

Acción:

Ponerse de pie. Abrirse la camisa por el centro. Desplazar el costado izquierdo para exponer la zona más baja de las costillas con la mano izquierda. Mantener. Tomar una pluma o bolígrafo con la mano derecha. Trazar una línea (herida) en el costado. Dejar la pluma. Indicar con el índice a la herida. Cerrar la camisa. Sentarse.


Primera versión: Día de San Juan, 24 de junio de 2009 - Librería del Centro - C/ Galileo 52 - Madrid.