Según Saturno, Roger Caillois


Los dibujos de las ágatas pocas veces son del todo heterogéneos y desordenados. Se agrupan bajo un número restringido de modelos que permitirían, en última instancia, clasificar las muestras: cada yacimiento tiene su estructura dominante. De tanto en tanto, los motivos se repiten de manera que hay pocas placas aberrantes, quiero decir que no recuerden algún decorado recurrente. Existen excepciones. Así la delgada placa que no cesa de asombrarme y donde las singularidades se encuentran acumuladas como sin motivo: una distribución insólita de figuras; su contorno, unas veces vaporoso y otras preciso; la variedad de colores (de su densidad más que de sus tintes respectivos); la ausencia de simetría o de un centro que haya imantado o gobernado las cintas, los meandros, haciéndolos aquí más flexibles y allí más angulosos. Además, los cables flotan en todos los sentidos como restos de aparejo o remolques de red descolgados. En otra parte, copos incoloros como racimos de huevos de batracio o perlas aceitosas, innumerables e insolubles, de una emulsión fallida. En una palabra, numerosas anomalías presentes a la vez. De esa piedra nace una impresión de extrañamiento, inesperada en el universo mineral, ajeno al hombre, en el que no se espera nada familiar.
Miro mejor, a fin de detallar el misterio. A primera vista, no distingo más que un tramo serrado en el diámetro del nódulo, dividido en mitades aproximativas, de tonos opuestos. La parte alta, de dominante clara: un cielo. Para la zona inferior, primero una banda espesa de un negro carbonoso, como la pendiente de un desmonte. Ésta se hunde en una extensión de agua estancada, crepuscular. Deja ver objetos confusos, a medias encenagados, una de sus charcas es como las que se encuentran frecuentemente en los desagües a la salida de las ciudades.
El cielo (ya que he dicho: un cielo) está ocupado por trozos sombríos, rastros de tormenta en proceso de dispersarse. Enmarcan un inmenso nubarrón ligero, esponjoso, como alveolado, a la deriva sobre taludes fuliginosos. Un sol de tinta acaba de salir de la montaña. Es más salpicado que radiante, plantado de aquenios paracaidistas como la vela del diente de león que una joven mujer continúa disipando en el aire desde hace más de cien años, en la primera página de los diccionarios más usados (1). Esta vez: un vuelo reticente de gotitas negras.
En el agua gris, entre los escombros esparcidos y las cuerdas colgantes, aparece un cubo engullido, azul acero sobre su cara de sombra, relumbrando sobre los otros, agresivo, rectilíneo, completo, imprevisible en el ágata, donde todo cristal acabado contradice la masa homogénea. Su soledad, su exilio en este agujero me llenó de golpe de una tristeza tenaz. El espectáculo no era su única causa. Una atmósfera de sueño, como una bruma se insinúa, se mezclaba ahí lentamente; algo a la vez cerebral y vivido, una reminiscencia que no conseguía identificar, de la que solamente algunos elementos se proponían, por lo demás en desorden, y de la que faltaba la clave que me habría permitido reunirlos y encontrar su significación. Por otra parte, esta tristeza repentina, irremediable, sin objeto.
Una tarde del otoño de 1514, durante su segundo viaje a Renania, el que disimula y del que sus biógrafos no hablan, Albert Dürer adquirió esta piedra o más bien una piedra casi idéntica (ya que los dibujos de las ágatas se transforman en el espesor de la transparencia con una rapidez sorprendente). Se la compró a un minero de Oberstein, que trabajaba en los yacimientos vecinos, a lo largo de la rivera del Idar. Explotados desde la antigüedad, abastecían a Roma de calcedonia y de cornalina para las tallas y los camafeos. Dürer no se había apresurado hasta estar en el Hunsrück durante su viaje de oficial (2). Se retrasaba en las ciudades: en Basel, en Colmar, en Estrasburgo. Pero había escuchado hablar de maravillosas piedras con imágenes que se encontraban ahí. La muerte de Martin Schongauer, de la que se enteró en Basel, antes de encontrarse con él, le pareció entonces una negativa del destino para su carrera. Desde entonces, pasaron veinte años. Había leído en Plinio y en los lapidarios descripciones deslumbradas por esas obras maestras naturales que, decían, volvían casi ridículo el arte de la pintura.
Por una singular coincidencia, el año precedente un amigo le había regalado una obra de la que le habló muy bien, el Liber de sapiente que Charles de Bouëlle acababa de publicar en París. Él lo había hojeado más por cortesía que por interés. Una frase enigmática, que la densidad del latín hacía aún más impresionante, lo había perturbado: La extrema acedia [como llamaban entonces a la tristeza propia de los clérigos] reduce al hombre a un último e insondable desalientoLo vuelve absolutamente idéntico a los minerales (3).
Dürer no podía abstenerse de mezclar vagamente las dos amenazas: se preguntaba si los dibujos de las piedras podían ser realmente superiores a los de sus obras y se alarmaba vagamente con la idea de que él mismo devendría una suerte de mineral, por poco que se dejara llevar por el desamparo de los contemplativos.
Casi llegó a dudar de su talento y reflexionaba sobre la legitimidad de la pintura. Fue en ese estado de espíritu que se decidió, para estar seguro, a emprender el viaje a Oberstein y que hizo que le mostraran las ágatas. Primero no le mostraron más que nódulos rugosos con dibujos pobres y torpes. Finalmente, un obrero le mostró la piedra que he descrito antes (una placa paralela que había sacado de la misma bola): la había pulido con amor y la conservaba desde hacía tiempo. No había consentido en deshacerse de ella. Dürer fue testarudo. Era la primera ágata de esas dimensiones y de un decorado tan complejo que tenía entre las manos. Su interlocutor le aseguraba que era una pieza de museo y que no vería otra igual en su vida. Se dejó tentar, quizás por lasitud, para no regresar con las manos vacías a Nuremberg. Ofreció una fuerte suma, más resignado que convencido: los dibujos estaban lejos de ofrecer la milagrosa precisión alabada por los antiguos, pero sin embargo procuraban a la ensoñación una pendiente suficiente. En efecto, no se trataba en ningún caso de Apolo con su lira, conduciendo el corazón de las musas, cada una con sus atributos, ni del famoso Sileno aparecido en la fractura fortuita de un mármol de Paros. Pero tenía que justificarse: las salvajes montañas de Hunsrück no era Grecia, morada de los dioses.
Dürer se llevó el ágata, aunque no la veía bien. Encima de los abetos el cielo estaba cubierto. La noche iba a caer. El pintor se apresuró hacia el albergue más próximo para examinar su compra con calma, aunque fuese a la luz de un cabo de vela. Era muy tarde para llegar a Maguncia o incluso Kreuznach. Se intaló en el Tonel de oro y pidió una jarra de vino ácido del lugar. Una gorda sirvienta se la llevó indolentemente. Llevaba una enagua muy amplia, con numerosos pliegues, que la hacía parecer aún más corpulenta. De su cinturón colgaban llaves y una bolsa.
Dürer no le prestó atención, pero en los ojos de un grabador todos los detalles subsisten. Contemplaba la placa translúcida, detrás de la cual temblaba la llama de la lámpara. Notó en seguida el astro negro que salía (o se ponía) con su gloria de asfalto o de hollín. En seguida fantaseó con un universo a la contra, o con un sol de azabache emanando tinieblas. Reflexionó sobre los efectos de iluminación que podría sacar de eso: los rostros, los personajes, los objetos pintados a contrasombra, como se dice a contraluz (4), y que en lugar de quedar en la sombra se encontrarían protegidos de ella. En efecto, no serían afectados más que del lado que hiciera frente a la fuente de la sombra. Sin duda el otro no sería iluminado, ya que no tendría fuente de luz. Sin embargo, cosas y seres estarían más visibles, más claros. Conservarían al menos algún brillo interior, antes que las tinieblas los apagaran por reverberación de la oscuridad.
En la parte inferior del ágata Dürer notó también el poliedro inoportuno. Había dibujado muchos para sus estudios de perspectiva o para descomponer las figuras en elevaciones simples y rectilíneas. Además, reverenciaba en la geometría a la ciencia suprema, en la que el filósofo y el artista debían inspirarse constantemente. La presencia del prisma fantasma aplastado en el espesor de la piedra, precisamente como por un juego de perspectiva, lo fascinaba y al mismo tiempo le parecía una advertencia misteriosa. Se emocionó con ello. Estaba cansado de grabar vidas de María, de pintar apóstoles, evangelistas, emperadores, hierbas y liebres. Se había dedicado en vano a los Apocalipsis y había probado (o probaría) representar de oídas un rinoceronte más acorazado que un condotiero en armadura de combate. Las naturalezas muertas le repelían. Venía a anticipar el veredicto del sombrío Pascal y a estimar, como él, que la pintura es vanidad que añade inútilmente apariencias al mundo y que atrae la admiración por el parecido imperfecto de cosas de las que nadie admira los originales.
El sol de pez y el sólido estrictamente poligonal lo habían encantado. Ahora lo consternaban. Él también fue embargado por una morosidad infinita, sin objeto, metafísica. Fue presa del ¿para qué? universal. El sentimiento de la vanidad de la ciencia, del arte, del placer, le daba nauseas. De repente se sintió culpable del octavo pecado capital, la “tristeza culpable”, que hace que uno pierda todo interés por la Creación o por lo que le pueda suceder al universo y a sí mismo, esta acedia que la frase de Bouëlle le había enseñado hasta su grado extremo, volvía al hombre idéntico a las piedras. He aquí que la contemplación de una piedra se instaló en él.
La sala estaba desierta aparte de la sirvienta y un perro enroscado a sus pies. La maritornes estaba arrellanada sobre un escabel, el codo sobre la rodilla, la sien apoyada sobre la palma. Vacía, sin pensamiento, imagen ella también de la postración y de la indiferencia desolada. Por sarcasmo, Dürer la imaginó con grandes alas de ángel. Había representado aún más ángeles que poliedros: revoloteaban en el empíreo, soplaban trompetas triunfales, escoltaban a la Virgen y a los elegidos. Quiso añadir a las legiones celestes una recluta irrisoria bajo los rasgos de una fregona plácida y tonta, dormitando sobre un taburete de albergue.
La dibujó en el pensamiento, rodeada de la penumbra fabulosa de la que el sol negro de la piedra le había dado idea. Estaba boba, sin expresión. Fue más tarde que Dürer decidió que de ella brotaría el aburrimiento y la dotó de una mirada penetrante y rencorosa.
Aceptó al perro acurrucado y un cepillo olvidado en un vano que le procuró el símbolo del inútil trabajo manual. Buscó lo que podría añadir a una panoplia desalentadora. Pondría un poco al azar, ahí donde quedara espacio, el reloj de arena que mide el tiempo irreparable y que anuncia la muerte, la campana que llama a las vanas ocupaciones y a las huecas ceremonias, un compás y balanzas, que dan la ilusión de la precisión y la justicia, una esfera y su estéril perfección, una escalera que no lleva a ninguna parte, un cuadrado mágico constituido de los dieciséis primeros números ingeniosamente distribuidos para dar en todos los sentidos el mismo total absolutamente insignificante de 34; en medio, un bebé bobalicón, risueño, absorbido en su tarea de dibujante neófito sin sospechar el atestado vacío que lo rodea y que su celo no podría sobrecargar más. Por último, enorme, equilibrando él solo al aprendiz alegre y al ángel abrumado, el aerolito como un brutal testimonio de ultratumba, indescifrable y angular, no oponiendo su límite a toda blasfemia sino, lo que es peor, a toda esperanza, errando hacia el futuro.
En cuanto regresó a Nuremberg, Dürer ejecutó la plancha, tal como la había imaginado. Los artistas más convencidos de la vanidad del arte suelen conducirse como si sus obras fueran la excepción. No es fatuidad de su parte, sino más bien rutina. Continúan, por instinto, invirtiendo pasión y paciencia, lo mejor de ellos mismos, en un trabajo en el que no creen más que a medias. Sin duda es que no sabrían realizar nada más y sobre todo que el resto los contentaría aún menos.
Dürer, desengañado, puso más cuidado en grabar su desorden de la desolación inevitable que el que había gastado, desde hace tiempo, entusiasta, en pintar o dibujar composiciones edificantes. Seguramente subsistía en él alguna añoranza de su antiguo ardor. Puede ser que por esa razón haya añadido un nene alado, ingenuo y ávido, al ángel triste y visionario que ha perdido hasta el gusto de acabar lo que ha comenzado. Dürer termina el aguafuerte, ahora llena a rebosar de símbolos diversos. Había llegado el momento de elegirle un título capaz de aclarar su intención. Sobre el campo de tinieblas irradiadas por el siniestro sol, añadió un murciélago, que el astro parecería enviar como mensajero, como Noé a su paloma. A través de la tela del pájaro y sostenido por los ganchos de sus alas, con las que casi se confunde, desplegó una banderola en jirones, llevando la inscripción Melencolia I.
Sin embargo, no grabó las otras tres planchas de la serie de los temperamentos que se ha dicho que esta debía inaugurar. Fue como si el rostro abrumado de una sirvienta sucia expresara solo la totalidad de una lúcida y lúgubre Anunciación. Extravió o rompió la piedra que le había proporcionado la consecuencia funesta y el cristal refractario. Había modificado uno y otro hasta el punto de volverlos irreconocibles. El astro gelatinoso, reducido a un punto incandescente, más allá de la luz y de la oscuridad, ahora estallaba encima de un mar apacible. Este mar colmaba el cielo de una multitud de haces sombríos que diluían la claridad. En cuanto al poliedro, del cual la complejidad había crecido con el tamaño, en adelante expondría dos vastos pentágonos irregulares dejando adivinar un tercero.
La Melencolia, cargada de emblemas, ya no tenía nada en común con la muestra maléfica adquirida en Oberstein. Nada, si no la conjunción, en la transparencia de un ágata, de dos simulacros imprevisibles. Pero daba un sentido, realizaba de alguna manera el encuentro extravagante de una luminaria bituminosa y de un modelo casi platónico. Ayudado por la suerte, la paciencia y el pensamiento, el cobre de Dürer, después de mil encajes aleatorios de cruces, de peripecias, de relevos, prolongaba, exaltaba en el universo humano, en el otro extremo del mundo, un encuentro vacío de emblemas latentes, que nada había destinado a expresar alguna cosa.
Existe un parentesco secreto entre las vías ciegas de la materia inerte y las de la libertad y la imaginación. Unas y otras utilizan marchas análogas aunque sin cesar más delicadas, pronto sofisticadas infinitamente.
Las obras de arte son producidas por organismos sutiles y sensibles, que son, ellos también, parte de la naturaleza. Ellas se parecen a tantas burbujas frágiles, correspondiéndose con un nuevo reinado de las impresiones ambiguas y a las efigies fingidas, a toda imagen desierta e incurable por la que el universo, desde el principio, fue encantado. Comparadas a las edades de la geología, esos espejismos no conocen más que una existencia brillante y breve. Mientras son degradas las proezas de la inspiración y del genio, los dibujos minerales encuentran su monopolio silencioso.
Dürer había desestimado la verdad de la intuición que de repente había entenebrecido su alma en la sala del albergue y que estuvo en el origen de esas otras tinieblas, inexplicables aquellas, de las que su Melencolia enseñaba a percibir el frío. De hecho, la especie humana desapareció del planeta aún más rápido de lo que allí se había instalado. Ningún milagro (por otra parte, ¿destinado a quién?) salvó los gabinetes de estampas, la historia del arte, el nombre de Albrecht Dürer. Liebres o rinocerontes, reales o representados, sufrieron la suerte común. La vegetación (las gramíneas) fue eliminada en su momento por un asteroide sin clorofila. Como al comienzo, no existió más que un desierto de piedras inmortales: entre ellas, supongo, un nódulo de ágata llevando en su transparencia espesa, como los muebles de un vano blasón, un sol invertido y un poliedro extraviado.
(En Images du labyrinthe, 161 – 173. Paris, Gallimard, 2008.)
Traducción de Juan Soros
Publicado originalmente  el 8 / 2 / 2012 en la sección de "crónicas" de la desaparecida DVD ediciones (http://www.dvdediciones.com/cronicas_segunsaturno.html)
1. Se refiere a la tradicional viñeta de los diccionarios Larousse. N. del T.
2. Compagnon en francés, es el nombre de la situación intermedia de los artesanos entre el nivel de aprendiz y maestro. N. del T.
3. Estrema acedia hominem in imum ultimumque gradum extrudit factique mineralibus persimilem. CAROLUS BOVILIUS, Liber de sapiente, Paris, 1510.
4. El neologismo francés, contre-nuit, es el opuesto de contre-jour, contraluz, por lo que proponemos este neologismo en español. N. del T.